viernes, 5 de marzo de 2021

Quietud de acantilado

El verano pasa siempre desapercibido en la casa del acantilado. La brisa del mar mantiene la temperatura baja y con un aire húmedo que no te permite quitarte el chaleco pasadas las seis de la tarde, o por lo menos yo nunca lo hice. Pasé horas en el balcón de aquella casa, respirando de verdad y dejándome sorprender y amedrentar por el movimiento imprevisible de las olas. 

La primera semana en que nos visitaron desde el Este no sentí mayores cambios en mi ánimo, siempre había sido una mujer absolutamente resuelta a la tranquilidad y a la inmovilidad, a dejar pasar por el lado la vida que parecía nada más que una pintura mal hecha en tonalidades verdes. Entonces, sucedían a mi alrededor todo tipo de movimientos que dejaba en un segundo plano, mientras vestida con las telas largas de mamá, recogía los duraznos que ya habían caído al suelo, evitando así que los caracoles los comieran. 

Durante ese tiempo supe que vinieron. 

El pueblo, a pesar de estar alejado de la casa del acantilado tenía el poder de hacer correr los rumores desde el centro, hasta los rincones más recónditos. Supe entonces que unas extrañas formas habían descendido del cielo y amablemente habían mejorado las cosechas de los sorprendidos pueblerinos, quienes se mantuvieron pálidos y quietos frente a las formas. 

¿Una forma? ¿pero a qué se referían con una forma? formas hay muchas, como la que toma la leche cuando uno la vierte lentamente en el té recién hecho, o la de la mermelada adaptándose a cualquier frasco. Pero no podía perder mi tiempo divagando, debía preocuparme por la casa, por mamá adentro, esforzándose por respirar, por la casa y por mamá, por mamá y la casa, que parecía que fueran una sola, ambas desmoronándose, recorriendo un camino que cada vez se alejaba más de la vida, y se acercaba más al abismo. 

Recuerdo que cuando necesité saúco para bajar su fiebre tuve que caminar hacia la vecina más próxima, la cual me conocía desde que era niña y sabía que cuidaba a mamá desde hace unos años. A medida que avanzaba y me alejaba del acantilado me giré para mirar el panorama, la casa tambaleaba, al igual que mamá, podría jurar que cambiaba de aspecto cuando yo no la miraba.

Me apresuré a la casa de doña Dila, como dije, nunca he sido fácil de impresionar, pero esa mañana la señora, encorvada y arrugada, pero con un semblante de amor, me confesó una verdad que no pude pasar por alto. Dijo que quienes no podían morir, y se sacudían en sus camas agonizantes por años, corrían esa suerte debido a que habían sido en vida malas personas, que acechadas por sus propios demonios, no podían soltar su alma de esta tierra. Nunca había escuchado aquello, pero me pareció una pésima noticia. Mamá sí había sido mala. Yo por mi parte no quería vivir tantos años, soportar mi existencia parecía un trabajo muy arduo para alguien con tan poca energía como yo. "¡Tendré que ser buena!", pensé, y evité el impulso de empujar a la vieja al piso por hablar mal de mi madre, seguramente jamás podría volver a ponerse de pie. 

Los días siguientes me mantuve más calma de lo normal, mi rutina consistía en mantenerme ocupada todo el día para no pensar en nada que acelerara mi organismo, trataba de no sentir rencor por mi infancia, pues esto podría llevarme al odio, el odio me haría una mala persona, y terminaría viviendo noventa años postrada en una cama, como dijo la anciana. Debido a estos pensamientos es que cuando los visitantes llegaron a mi campo, ya sabía dominar mi temple en cualquier situación, y sus formas originales y abstractas no hicieron que me sobresaltara.

Dijeron hola, pero no hablaban, las burbujas líquidas de sus cuerpos traslúcidos me saludaban, supe de inmediato lo que decían. Quién parecía la forma principal tomó mi mano. Sabía tanto él como yo, que ya nos habíamos presentado. Nunca me habían tocado, mamá dejó de hacerlo cuando yo aprendí a andar, y el toque de las vacas y los caballos no era lo mismo que una mano, una mano líquida y burbujeante. 

Les conté lo que sabía, la tierra era redonda, las estrellas podían predecir mi estado de ánimo, y nunca, nunca había que comer calas, porque eran tóxicas para los humanos, quizás para ellos también. No se rieron de mi sabia inocencia, no venían por mí, sino por la casa. 

Comenzaron los más robustos a caminar sigilosos hacia la casa, más que caminar se mecían de un lugar a otro, transportando sus delicados líquidos hacia adelante. Si bien no tenían una forma definida, podían conectarse con un concepto y transmitirlo. Pensé yo que como mejoraron las cosechas de los campesinos, podrían componer a mi madre y a mi casa, si ayudar era su tarea principal, pero la situación fue más allá de eso. 

No podría explicar en cuanto tiempo realizaron su labor, pero creo que fueron horas, que pasaron como minutos. Absorbieron algo, las formas se pegaron a la madera como unas sanguijuelas, y deshicieron la casa, la cual se desmoronó como si fuera un hielo puesto al sol. Yo esperaba tranquila su fin, y me preguntaba lentamente ¿que pasaría con mamá? ¿sería bueno o malo que las formas la absorbieran? Cuando había terminado de pensar ya no quedaba nada, ningún mueble, ninguna ventana, ninguna vaca. 

Creí sentir algo por un momento. 

Mi sombrero voló. La forma principal me rodeó la cintura y me entregó un beso. Me dijo que no tenía nada que enseñarme, menos explicarme. La decisión era mía.  

Supuse tantas cosas, me creí mala, me creí buena, me supe bendecida, luego me sentía miserable. Había sido arrebatada de todo en una fracción de tiempo inexplicable. El acantilado, lo único que me quedaba, se alzaba como un monumento a mi quietud, y me llamaba a dar un salto. Las formas ya se habían ido. Si mi lógica era buena, y los comentarios ciertos, las formas mejoraban la vida de las personas, los simples, enloquecían con la idea de una mejor cosecha, en cambio yo, llena de tantas aristas y dueña de una personalidad inquietante de tan quieta, había perdido todo, puesto que perder todo, era incluso mejor que la casa, con madre, en el acantilado. 

No sabía si podía alejarme de ahí, no entendía por completo el asunto, pero presa de la obsesión de mi serenidad, caminé recto, hacia el próximo lugar, que me proporcionara la calma necesaria para morir joven, y no convertirme en casa.