domingo, 10 de enero de 2021

En memoria


Había tantas cosas que me recordaban a ti, los pájaros cuando se paraban y te miraban con sus ojos de enojo, las guías turísticas del lugar que fuera, las escenas de contemplación en las películas aburridas y un largo etcétera.

De la abuela también me acordaba siempre, sobre todo en la cocina, cuando los fideos con salsa me quedaban malos, pensaba en cómo ella los hacia sin ningún esfuerzo, sin ningún truco, y aun así sabían al cielo. 

Cuando recordaba a mi abuela me saltaba a la cabeza un cuento, de una niña en la ventana, de una abuela y una nieta comiendo, creo que se llamaba Justina, a ella no le gustaba su nombre, con ese cuento me imaginaba la idea de algún día vivir en otro lugar, en una casa con ventanas, que diera a un patio enorme, en una ciudad alejada del mismo.

La realidad era brutalmente distinta, la abuela vivía en una casa sí, pero distaba mucho de ser el paraíso del cuento, recuerdo que su piso siempre estaba sucio, igual que las despensas y los lugares donde se guardaban las tasas, el patio tenía un suelo irregular donde siempre era posible caerse, y apilaba distintas plantas, una encima de otra coexistiendo en poco espacio, y en los recovecos entre uno y otro macetero se escondían distintos juguetitos pequeños comprados en la feria, autos de carrera, gatitos, perritos, alguna figura de dibujos animados antiguos que ya no conocíamos. Cachivaches de la feria, siempre apilados, diez lentes de sol, cinco gorros, seis pañuelos, y una cantidad hilarante de cojines sobre la cama. No es que abuela fuera sucia o desordenada, pero cuando tú corazón ya no cabe en tu pecho y sientes constantemente un ahogo que no puede ser sanado, limpiar pasa a segundo plano. Y no me refiero a esto en un sentido figurativo, estaba enferma del corazón y los doctores fueron lo suficientemente malos durante muchos años. Atenderse en el sistema público de este país era una verdadera y sistemática tortura, y buscar otra opción era absurdamente caro. Nos llamaron del consultorio casi un año después de que había muerto para decirnos que tenía una hora. Para ese entonces no quedaba nada más que cortar el teléfono y guardarnos el rencor hasta el fondo del alma. 

Yo no crecí ahí, esa fue mi hermana. Lo que más me gustaba de esa casa, aparte del caos de las compras de la feria, era como la habitación de abuela estaba un poco más alta que todo lo demás. Para explicarlo tendría que hacer un plano, serían muchas complicaciones, y tiempo no tengo. Pero no está demás decir que de partida su dormitorio no estaba dentro de la casa, el terreno consistía en una pequeña casa, y dentro del patio, el cual se dividía en dos extensiones, separadas por un árbol, había una pequeña habitación hecha de madera, un poco elevada del suelo. Abuela la había mandado a hacer hace algunos años para dormir ahí porque las otras paredes la ahogaban, era como acceder a un cuarto escondido, entre plantas y cemento, entre el polvo que removían los gatos cuando bajaban desde el techo de la vecina a robar la comida del oso, perro café, siempre enojado, que sostenía los pies de la abuela cuando ella se sentaba a ver la televisión. Pienso quizás, que algo de los abuelos y las abuelas siempre es mágico, será porque las arrugas que tienen son más extensas que nuestros planteamientos, y que vivieron escenas que ni siquiera imaginamos, como cuando nos contaba haber vivido en el pueblo minero de Sewell, en la cordillera de los Andes. Decía que el lugar se encontraba en altura, y siempre adornado por la nieve, vivió ahí cuando niña, cuidada por quién sabe quién. Hoy ese pueblo es patrimonio de la humanidad, y un espacio turístico, entonces me pierdo en el tiempo, pensando que lo que ella vivió yo jamás, y que sus experiencias de vida me parecían tan extrañas que me rememoraban algún cuento de fantasía encerrado en aquella pieza tan particular. 

Ahí mismo la encontraron muerta, y me cuesta incluso escribir esa palabra,  muerta, pero lo digo con justicia, porque abuela no hubiera querido vivir con ninguna limitación, menos aún corporal, el ahogarse por las tardes ya era suficiente. El ataque si bien no la mató instantáneamente le permitió pensar en el final, y saber que había ganado, que había vivido lo suficiente para ella, aunque poco para nosotros. Y se preparó para irse en ese mismo instante, me consta, porque si bien no tengo ni la mitad de su fortaleza, nacimos en el mismo mes, y confío en que algo de su poderosa alma me acompaña, quizás es parte de mis dedos, que son los que me permiten escribir, o quizás se quedó en nuestras mismas mañas, en comer dulces a pesar de que están prohibidos, en el desorden, en lo inevitable que se nos hace/hacía enojarse hasta gritar, porque las cosas son como las leo dicen que debe ser. No pretendo con esto decir que soy especial, ni que ella me eligió en algún sentido, no todos eligen, pero prefiero pensar esto para darle sentido a su muerte, la cuál es la primera que tuve que llorar en todos los años en que llevo viva, y que como tantos otros momentos viví sin conectarme en absoluto con mis emociones, actuando de manera mecánica, pensando que de eso estaba echa, de una personalidad dura y menos sensible que los demás. 

A la final no era insensibilidad, sólo una apasionada ignorancia, voluntaria en parte, por ojalá no entender ni sentir lo que me estaba pasando. Hoy ya curé esos errores, y siento tanto pena como alegría, ahora mi casa también me ahoga en las tardes, preferiría la ventana que da al patio grande, con pasto verde en la cual se ponía Justina a mirar, pero no volvería a esos días, que me impidieron llorar tranquila, la ida de abuela al cielo en el que ella creía, y la absoluta muerte de su cuerpo, sin vida después de la muerte, que es en lo que yo creo.