lunes, 4 de septiembre de 2017

La playa era el lugar perfecto para dejar cosas, el verano del 80 me lo pasé discutiendo con Daira, le decía que dejara a las niñas andar, que nada malo les pasaría, le explicaba que el amor debía ser libre, que debíamos criarlas creyendo en él y alimentando esas ganas eternas que tenían de agarrar el mundo a besos, no me cansaba de decirles que amar es así, como el bichito que cambia de caparazón cuando siente que el anterior ya no le va bien, porque amar no era agarrarse con uñas y dientes a alguien y no soltarlo jamás, no se trataba de dejar todo por una persona y olvidar a los demás, significaba algo más complejo y elaborado, sólo se podía amar de verdad cuando se tenía la madurez suficiente para compartir tu vida con otro, entendiendo que somos seres distintos, entendiendo que no debe haber un complemento perfecto. Quería decirles a esas niñas que su único opuesto complementario eran ellas mismas, con sus debilidades y fortalezas, no quería que un día se afirmaran tanto a alguien que llegaran a olvidar quiénes son, a sus amistades, a su familia, o su verdadera vocación, la única forma válida de amar no las desvaloraría como mujeres, como personas, como mentes que palpitan canciones, historias, ciencias.