sábado, 22 de julio de 2017

La ramita de apio siempre esperaba en la ventana, el sol no alcanzaba a calentar y sólo transfería una luz fuerte que se expandía desde mi cuadra a la tuya, siempre desde mi cuadra a la tuya, y pensar que yo nunca creí en salir corriendo, pero esa tarde no podíamos resignarnos a quedarnos ahí, los dientes de león estaban creciendo, igual que nosotros, y sería mentira si te dijera que algunos días no me angustiaba, esa misma tarde pensé en angustias, me apoyaba en las plantas desordenadas de doña Rita, mirando los adornos del jardín de espinas y me acordaba de esas angustias, tus peleas con la frialdad, mis repentinos brotes de temor, pero ese sol falso, que exigía que cerráramos los ojos y me hacía creer que me calentaba los brazos, que incluso me quemaba la cara, cuando en realidad pasadas las seis los rayos desaparecerían casi de forma instantánea y ni tu ni yo sabríamos donde esconder nuestros rostros de tanta noche, ese sol falso me hizo sentir esa tarde de finales de invierno, principios de primavera, como si un pedazo de esas -nuestras almas- titilaran en alguno de esos objetos, en alguno de los cajones que se apilaban en la esquina de Las Torres con Lircay, en ese deteriorado rincón en donde los gatos se reunían e íbamos algunas veces a besarnos, a reírnos, a amarnos, y esa parte tuya que tanto quise se reflejara en alguna de las cosas que realizo hoy, en alguna de las metas que me propuse o de los sueños que pretendo cumplir, para tener la certeza de que yo para ti, y tú para mí, no eres sólo un recuerdo, una brisa, una ventana con una ramita de apio que me quedé observando impertinente una tarde, un 13 de agosto, de un 2006.