jueves, 23 de abril de 2015

#

Era la época de los días tristes, cuando el invierno ya no era novedad, los autos amanecían con escarcha, y mi ánimo era como la nueva montaña rusa de un parque de diversiones, algunas horas nostalgia aguda y adentro del pozo, otras la creatividad hambrienta buscando nuevas oportunidades. De todos modos actuaba tranquila, me pasaba la tarde soplando mis dedos con algún ademán de loca, cosas comunes para mis escenas lúgubres, que siempre terminaban en algún estilo de llanto.
Pero el quinto día fue distinto, marchamos por calles estrechas, oliendo a humo y tierra mojada, algunos creyéndose mártires, otros maldiciendo al que hubiese organizado esto un día de lluvia. Mis pantys y yo seguíamos el recorrido cantando, pero se percibía el miedo, caminábamos tristes porque no éramos felices, no éramos felices porque no sabíamos gritar, o por lo menos no tan fuerte como para que pudieran oírnos, por eso la nube nos desintegra, corremos unos hacia la alameda norte, otros por el contrario. Yo pido que él aparezca, y a los 13 minutos me lo encuentro cuando cruzo República. Está abrigado, no sabe lo que es sudar por el ejercicio obligado, me saluda y parece como si los roles que actuamos nunca fueran a desaparecer, por eso río nerviosa y me escapo de lo que pueda ser yo misma, me aferro a la personalidad extraña que puedo fingir y termina invitándome un café (estoy segura que no toma pisco sour) y nos perdemos en preguntas ridículas que intentan sonsacar algún tipo de información que nos haga sentir que esta atracción inevitable y circunstancial no nos incomoda, no nos provoca escalofríos, o el miedo ridículo a terminar tocándonos.
Entonces este jueves sigue frío, la sutil diferencia radica en que lo quiero, en que el azúcar y su ternura se entrelazan en algún punto profundo y olvidado de mis huesos que hacen de esta niebla una caricia afiebrada, y me limito a ocultar mi pierna izquierda, me muevo con temor a que descubra que bajo la tela llevo un testamento qué explica que nos íbamos a encontrar cuando yo cruzará por república, que nos sentaríamos en la misma banca en la que nos sentamos ahora, y que ni siquiera se imagina cómo terminará.
Ocuparé su espalda como un lienzo, se convertirá en una de mis tragedias, por eso lo despisto, mintiéndole como lo haría con un niño (aunque tenga muchos años más que yo) lo tocaré en el alma, para que no pueda olvidarme, lo tocaré en el alma y después de la eterna conexión morirá, cuando las últimas letras se borren por el contacto silvestre.
Y lo mataré por no saber amarme
por haberme enamorado cuando no se lo pedí, y traer consigo esa alma tan libre de pecados -tan libre de mí-
entonces lo besare en la boca, ávida de sensaciones irrecuperables, de este amor quimérico que mis días tristes no entienden, y lo dejan ir.
Lo dejan dar el último suspiro, antes que sus piernas tímidas y gastadas alcancen el auto que escribí en mi piel para él
Y que lo embestirá.
En este mismo instante.