lunes, 8 de diciembre de 2014

Premio Mayor.

Vendía naranjas en la feria cuando supo que el premio millonario llegaría a sus manos, años y años de la cruel agonía de pobreza correspondía a aplaudir con furor y llorar desconsolada por el premio, al fin auto grande, casa propia, agua real para beber, microondas sin quemar, y un sinfín de nuevas posibilidades, Ricardito podría tomar la carrera que quisiera y estudiarla aquí o allá, en Italia, Francia o Alemania. Hasta podría ir a los Estados Unidos, ese país tan grande y desarrollado, como le llaman en las noticias, un lugar donde la libertad de hacer la guerra con el menos poderoso se extendía y sonaba patriota, mientras  que en Chile, mediocre y arribista, no teníamos triunfos así, sólo terremotos e incendios.
No cabía la posibilidad en su mente.
Sobre el incendio se extendían absurdas hipótesis, y de los temblores sólo sabía que la tierra se movía, así tan vil, arrebatada por excesos de ansiedad movía sus entrañas y pretendía que los seres vivos lo soportáramos. ¿Y por qué no habría la tierra de vivir? Pensamientos así le horadaban la cabeza pero en realidad no, en realidad lo pensaba sin darse cuenta de que lo estaba pensando y necesitaba una escritora frustrada -intento de escritora- que le pasara esos esquivos pensamientos a un papel. Aquí nace mi historia, aquí por primera vez soy creada, cuando se pide la miserable reseña, cuando de la palabra evoluciona todo, y el actuar me es inútil, preferiría moverme sólo con palabras, ganar, comer o llorar por medio de este método tan desdeñado, y decir te amo sin pararme del asiento, sólo recitando, quizás, este sermón aburrido que podría explicar que perdí todo atisbo de amor propio, y que por eso dudo que me pueda querer, aunque por dentro me invente león, en realidad no existe nada parecido, y por eso quedarse sentada suena mejor. Pero estas ridículas cavilaciones no son nada frente al premio mayor, frente a dejar de vender naranjas en la feria y olvidar a los vecinos, aunque no se pudiera, aunque la huella fuera imborrable, porque la señora Lila estaba formada por personas, era un alarmante conjunto de opiniones contrapuestas que desembocaban en sus pasteles de choclo, los queques en el invierno, y una que otra medialuna en la mañana, las cuales pude disfrutar en mi estadía, en esos días en que Ricardo me miraba con odio porque me creía de safari en su población, percepción que no cambió hasta que una tarde se me ocurrió mirarlo distinto, sobre ponerlo a algunos cuadros para descifrar de donde nacía el ceño fruncido, que arte lo había hartado, y porqué me odiaba así. La respuesta era simple y clara: trastorno obsesivo compulsivo, declarado a los 7 años, que lo obligaba a lavarse las manos muchas veces al día, y que lo hizo mirar fijamente mi cabello donde cae en puntas desiguales, mirar detenidamente por varios minutos, y hacerme creer al cabo de las semanas, que sus miradas eran de odio, cuando sólo eran de curiosidad. Traté de no caer en el juego extraño que esto significaba, pero no pude resistirme a la caricia des-normal que Ricardo me proporcionaba, cuando lo dejé acercarse a manipular mi pelo caí en cuenta de mi propia obsesión por la búsqueda incansable del placer abstracto, por  los dedos grandes que gastaban el cabello y podían funcionar de somnífero. La relación hombre-cabello parecía funcional hasta que una noche me desperté azorada por una respiración distinta a la mía, a pesar del miedo concentré la vista y lo descubrí a él a mi lado, dormido entre las sábanas, con mi pelo en sus manos, murmurando algo mientras dormía casi tan profundamente como un niño.
No quiero la historia normal, me decía a veces, no quiero ser la colegiala enamorada del profesor, ni la princesa pobre enamorada del patrón, por eso esto podría significar mi escape del ideal, mi propia historia enferma y desagradable, donde un día despierto con un loco al lado que no me quiere a mí, sólo parece obsesionado.
Entonces decidí tirarme al río, lanzar los hechizos correspondientes y probar alguna vez mi valentía, por eso fui a ver a Clarita, le pedí algo radical, nuevo, se asombró tanto al verme, no me iba a cortar el pelo desde hace dos años, y ya casi había olvidado mi rostro.
Diez centímetros menos.
De camino a casa me ahogaba pensando en Ricardo, en qué cara pondría, en si extrañaría las puntas que caían desiguales, en si su cariño se basaba sólo en eso, y entonces tendría que buscar otro hombre o mujer de manos suaves,  otro cuerpo que quisiera despertarme de formas violentas.
Entre la parte de atrás del sofá gastado y las sillas que siempre estaban dando vueltas arme una carpa en medio de la casa, con las sábanas de la señora Lila y esperé adentro, con una vela amarilla y estropeada.  Ricardo llegó tarde, tiro los zapatos hacia el sur y entró directo a la carpa, como si el mensaje que intenté transmitirle por telepatía hubiera llegado. Tocó mi pelo, examino lentamente cada recoveco, quizás pensó que me veía como un hombre, o quizás no, pues se acercó lentamente, cambiando el foco, ahora se concentraba en mis labios y comenzaba a ponerme frenética y nerviosa, fueron demasiados minutos así, los suficientes para entender la situación, si no era el pelo, eran los labios, si no eran los labios, podía surgir una obsesión distinta. Aterrador, ambiguo. Pero me bastaba para ser feliz, para dejarlo conocerme de muchas formas, y abrazarme a esta idea extraña que más tarde entendimos por amor, a este delirio ridículo de barcos y cabello, a este, que después de tantos reportajes fue, sin duda, mi premio mayor.