jueves, 6 de noviembre de 2014

Plan modesto.

Osvaldo siempre recuerda el cáustico momento en que, agazapado en sus lienzos, fue descubierto por Aurora cuando medio pintaba su flequillo. * -no te acerques- *suplicó con un sesgo de ansiedad, intentando por todos los medios esconder el retrato de los ojos apagados de la mujer, sumergidos en quién sabe cuántos demonios. Le hubiera gustado darles más brillo, como en los cuentos, pero temblaba cuando la recordaba, y era incapaz de ver florecer alegría en algo que le inspiraba los más terribles temores, incapaz de pintar, aunque sea un poco de blanco, en esas pupilas arrancadas del fondo del pozo. Pero aún así la dibujaba. ¿O quizás no? ¿Podría ser acaso el retrato un método patético de pensar en él? quizás palmo a palmo el estático y rígido rostro de Aurora podía transformarse en los pómulos alegres y cálidos de Ignacio, pero la luz de la vela palpitaba y hacía que estas horas del mil ochocientos se volvieran eternas escenas realistas y sin un atisbo de maravilloso, ni siquiera fantástico, ni siquiera un poco de azúcar al té amarillento. Entonces Osvaldo entiende que están matando la vida, y que esto no da para más, por eso sale a las calles nigrománticas de otro país y otras tonalidades y piensa que no ha vivido nada encerrado en los brazos ásperos de aquella mujer que bebió hasta sus más perniciosos deseos, pero abolida la esclavitud del "Pueblo chico infierno grande" podía gritar a gusto una nueva cuidad, contar que dejó la pintura porque en sueños se enamoró de un hombre de pómulos prominentes y ojos de gato, y ya sólo sabe dibujarlo a él, pues en la pintura oxidada de Aurora se inscribe su rostro y le devuelve las sonrisas, aunque escuche las piedras venir Osvaldo sonríe, aunque casi sienta las piedras rompiendo su carne, él ama, él goza, él ha olvidado la injuria de existir para embriagarse de polvo y toxinas.
 Pero pasadas las exaltaciones no tarda más de medio minuto en acurrucarse en el estrecho rincón que se extiende desde la mesita de luz hasta la estufa cuadrada, para soñar concienzudamente con quién a él se le antoje, para sellar la carta que explica que una mano que recorre y se conecta perfectamente con la empuñadura de una 9mm parabellum sólo significa el fin de este tiempo, de estas venas que dejan de latir porque es mejor la ebullición, pero renacerán mañana en estados difusos, en una acuarela cualquiera en un museo de París, que evoca la época donde vivieron los humanos ciegos, apagados los telones, olvidados los prejuicios.