jueves, 28 de agosto de 2014

Agüita de caballos

La secuencia comienza con la figura alicaída de una mujer alta y de gruesas crines, que acaba de ingresar al lugar y se sienta cómoda sobre una silla de madera y patas chuecas. Canta, mientras mueve sus manos como si sostuviera una guitarra. Ha muerto mañana, por eso la turbación, Emilio le avisó que tanta mansedumbre la llevaría a un inevitable final de sangre y plumas, pero el oído es ciego cuando se trata de extenderse, despegar la cabeza hacia los cielos, olvidar el suelo y sus grietas en amplificación, por lo cual es caso perdido, vida perdida también. La única salida que puede inventarse es cantar con la luna de iluminación, ejercer un poderío a secas sobre la guitarra y desentrañar el oscuro olvido que desea, olvidar herraduras y ataduras y sentirse desarraigada de los 60 kilos de huesos para asistir al funeral levitando, explicarle a Emilio que si lo quiso, quiere, querrá (cuando en un futuro inmediato sea fuego\tierra\aire\madera\metal) y que la cobardía radica en siglos anteriores, dispuestos ab ovo para encabezar su letargo y someterla al más cruel de los destinos, la no-muerte por la no-vida.
Qué difícil fue.